Aquella
señora tan peculiar había estado escuchando la conversación con el conductor y
en vista de la poca ayuda que éste le había dado, que ni buen conductor ni buen
guía, se había ofrecido para indicarle el camino hasta la iglesia ya que solía
ir por allí todos los domingos. Transcurrieron pocos minutos hasta que llegaron
a la parada, y ya en la calle hablaron
de cosas sin importancia. Susana miró de nuevo su reloj, quedaban solo quince
minutos para que empezara la reunión y la señora del abanico, que por la cara
de Susana se había dado cuenta de que tenía prisa, se despidió y le deseo
suerte en su vida. A los cinco minutos, Susana ya estaba frente a la iglesia.
Era un edificio no muy alto, aunque sobresalía un poco de las casas que había
al lado que tan solo contaban con tres alturas. Para entrar había que subir dos
tramos de escaleras de piedra blanca, pero según le habían indicado, Susana
tendría que torcer por la esquina de la calle y entrar por el lateral, ya que
ella se dirigía a los salones parroquiales y no al templo en sí.
Así que,
tras mirar un poco la arquitectura del edificio se alejó de las escaleras, con
el pensamiento de volver otro día un poco antes para ver la iglesia por dentro.
Al torcer la esquina se topó con una verja que estaba abierta y tras ella, una
enorme puerta de madera que invitaba a entrar. Una vez dentro, Susana observó
curiosa la estancia. Las paredes eran de color blanco y los techos más altos
que los de la entrada principal. A cada lado de la sala había un banco de madera
con almohadillas rojas desgastadas por el uso. Susana pensó que seguramente se
trataba de los bancos antiguos de la iglesia y, de repente, se imaginó a la
mujer del autobús sentada en uno de ellos. Esa mujer le había animado aquel
viaje tan agobiante y, gracias a ella, Susana se sentía más calmada. Siguió
caminando y decidió probar suerte en una puerta que se encontraba a la derecha;
en ella había un cartel. Despacho parroquial.
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