Susana, por
cuarta vez en el trayecto del autobús, levantó la manga de su jersey gris para
mirar el reloj: eran las siete y media. No llegaba tarde, pero el tener que
enfrentarse a una nueva situación hacía que sus manos empezaran a humedecerse.
Estaba sentada al lado de la ventana en uno de esos asientos de plástico tan
incómodos que no paran de agitarse aunque el autobús permanezca inmóvil. A
pesar de que todavía no había llegado el verano, el calor era sofocante, o eso
le parecía a Susana. Miró a su alrededor y pudo ver que en el asiento opuesto
al del conductor una señora agitaba su abanico mientras intentaba arreglarse
unos caracolillos rebeldes que caían por su frente. Le resultó muy simpática
por su atuendo. Llevaba una especie de bata verde claro con estampados de
flores rojas y unos botones blancos bastante grandes para lo que se llevaba
entonces. En los pies, unas alpargatas del mismo color que el abanico y, en la
cabeza, una margarita enganchada con una horquilla a un moño bajo muy poco
definido. A Susana le recordó a su tía Lola en esos días en los que se volvía
loca y quería limpiar toda la casa de arriba abajo sin parar ni siquiera a
comer. Su tía había decidido hacerse cargo de ella tras la muerte de sus padres
y Susana la quería muchísimo, a pesar de sus manías. Lola siempre la había
apoyado mucho para tomar decisiones y ahora estaba muy contenta con el nuevo
camino que Susana iba a emprender.
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