Pesimista e insegura se levantaba cada día y metódicamente
se arreglaba. Los mismos movimientos al lavarse los dientes, las mismas pasadas
del cepillo sobre su pelo moreno. Frente al espejo se veía y nunca sabía si
estaba contenta con su reflejo. Ahora ya no era rubia. Esa mañana se vistió con
sus vaqueros favoritos y esa camiseta blanca que se transparentaba un poco, con
ganas de comerse el mundo, abrió la puerta y salió a la calle.
Montada en el tren que la llevaba cada día a la universidad
se quedó observando a una niña pequeña que jugaba con su madre. Nunca le habían
gustado los niños pequeños, ruidosos, caprichosos, impulsivos e inocentes. Ella
también era así. De repente no le hizo falta el espejo para verse reflejada.
Esa pequeña niña le había hecho sonreír, le había despertado un instinto
maternal que nunca había sentido. Se veía y se empezaba a querer. Estaba
descubriendo cosas nuevas de su personalidad.
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