Con
las manos menos húmedas que antes, llamó a la puerta y desde su interior se
escuchó una voz masculina que le permitía el paso. Susana cogió el pomo
metálico que en su mano parecía hielo y lo giro para abrir. Al entrar, vio a
dos personas allí, eran dos hombres, pero ninguno de ellos tenía aspecto de
sacerdote.
El
más alto de los dos la miró directamente a los ojos y cogiendo unos papeles de
una mesa le dedicó una gran sonrisa. El otro, que rondaría los cuarenta, estaba
al otro lado de la habitación, colocando una gran pila de libros en una
estantería. Acercándose hacia ella y quitándole el papel de las manos a su
compañero, que seguía mirándola y sonriendo, dijo:
-Susana,
¿verdad?
- Sí, soy
yo. – contestó no muy segura de sí misma. Estaba abstraída y bastante intrigada
por aquel chico tan alto que parecía una estatua desde que había entrado en la
sala. No podía dejar de mirarlo.
- Perfecto,
te estábamos esperando. Bienvenida. Mi nombre es Eugenio y soy el coordinador
de las reuniones. Éste es José.